Nunca supe como hacerlo hasta que tú me enseñaste. Tenía miedo de besarte. De quitarte el aliento con mi respiración. No quería que mis incipientes latidos confundieran a tu corazón ni que una simple caricia te aplastase los huesos.
Me enseñaste a tocar el relieve del mapa de tu espalda, a ver con los ojos cerrados. Aprendí a ser paciente, aprendí que lo bueno se hace esperar.
Conté todos los lunares de tu cuerpo y memoricé cada centímetro de tu piel. Observé tantas veces el brillo de tus ojos que la luz de la luna me sabía a poco.
Fuiste mi chica de julio, agosto y septiembre, por solo nombrar unos cuantos. Tenerte en mi cama durante horas es algo que no sólo el colchón echa de menos.
Y ahora no me queda otra cosa más que escribirte poemas y bulerías a la luz del flexo de mi escritorio y esperar que por alguna casualidad, leas esto y te acuerdes un poco de mi. No hace falta que vuelvas, en serio. Y tampoco creo que quieras.
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